septiembre 19, 2015

La mesa ocho

Quiero compartir con ustedes uno de los cuentos de mi libro La rueda de la vida que leyó con tanta emoción Francisco Pesqueira en la SADE.
Espero que les guste y si tiene ganas, me envían sus comentarios


La señora venía todas las tardes y se sentaba en la mesa ocho, la más alejada, la más escondida. Pedía un café fuerte y una gaseosa, sacaba del bolso una lata, de lo que suponíamos era un energizante, y la agregaba a la gaseosa. Veía la plaza con la mirada perdida, o mejor dicho vaya uno a saber qué veía en la plaza. De pronto bajaba la cabeza y las lágrimas comenzaban a correr por su rostro. Sollozaba con un lamento ahogado, como pidiendo disculpas por la escena. A pesar de que nos partía el alma verla sufrir con tal intensidad, no nos animábamos a preguntarle nada, algo nos decía que teníamos que dejarla sola, que debíamos darle el espacio para desahogarse y soltar tanto dolor. Al cabo de unos minutos se secaba las lágrimas; pedía la cuenta, pagaba y se iba caminando muy despacio rumbo al bajo.

Repitió esta rutina durante más de un mes. Ese jueves el sol brillaba insolente sobre la plaza, ella llegó empujando un cochecito de bebé con la capota bien cerrada para protegerlo de esos rayos atrevidos. Claudia se acercó con una sonrisa, con la esperanza de que esa tarde fuera diferente. ¿Lo de siempre? le preguntó. La mujer asintió con la cabeza. Repitió su rutina, incorporó el contenido de la lata en la gaseosa, sin embargo esta vez no lloró. Cuando sacó la billetera para pagar la cuenta dijo: Voy a llevarlo a la plaza para que disfrute este día de sol. Corrió la capota y se fue empujando un carrito de bebé vacío
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